Dr. Escribujo y Mr. Jai

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Siempre he sido un tío tranquilo. He conseguido dominar fácilmente mis impulsos. He mantenido la calma en momentos tensos. Si alguién me toca los cojones, consigo ser educado y no darle importancia. Si me ocurre alguna desgracia, suelo relativizarla y mantener el tipo. Soy el hombre impasible. Siempre me lo han dicho. El clásico "Tú no tienes sangre, Tienes horchata", y cosas por el estilo. 

Pero de unos años para acá la cosa ha cambiado radicalmente. Hay un momento en el que todos mis instintos animales vencen las barreras de autocontrol que he establecido durante años. Soy incapaz de mantener la compostura y comportarme como el caballero que siempre he sido. He recurrido a psicólogos que me recomendaban hacer deporte. A entrenadores personales que me recomendaban ir al psicólogo. He leído libros de autoayuda. He practicado Yoga, Taichí y Meditación Tántrica. Me he convertido al Budismo, al Mahoismo y al Socorrismo. Me como las Valerianas como si fueran caramelos. Recurro al Valium más a menudo de lo recomendable. El alcohol y los somníferos tampoco me han ayudado mucho. Nada puede pararlo. 

Pero ¿qué es eso que me altera tanto? ¿Qué es eso que saca lo peor de mi? ¿Aquello que convierte a mi educado Dr. Jekill en el berraco de Mr. Hide? No puedo nombrarlo. Sólo pensarlo provoca fuego en mi interior. Sudores fríos cubren mi frente. Tiemblan las piernas. Los ojos se inyectan en sangre. 

Abro la nevera. Ahí está la caja, esperando a que la tome con mis manos humedas y nerviosas. Sólo con rozarlo lo noto... mmmmhhhhaaaaAHHHHHHH!!!! VAN A RODAR CABEZAS!!!! ¿¿¿QUIÉN HA DEJADO EL CARTÓN DE LECHE VACÍO EN LA NEVERA??? ¡MATAR! ¡MATAR! ¡MATAR!

Todas Brujas y Escribujas

Elviro siempre ha tenido una pequeña lucha interna en lo que se refiere a las brujas. Por un lado le daban miedo, ya que se supone que comen niños. Pero al fin y al cabo, él ya era un hombre, por lo menos de aspecto. Por lo que eso ya no le asustaba. Era como cuando tenía miedo a los gitanos por si le robaban las cien pesetas que le daba su padre, Mariano, para cshucshes. Ahora tendrían que matarle para arrancarle un euro de sus manos. Por otro lado tenían poderes maravillosos, y con un poco de labia seguro que se podía sacar algo de ellas. Una SuperNintendo, o la capacidad de parar el tiempo juntando los dedos índices. 

La televisión ha mostrado brujas malas como en Blancanieves o en el Mago de Oz, o brujas buenas, como en La Bruja Novata o Embrujada. Es decir, hay brujas malvadas y las hay encantadoras. Y luego estaba la madre de Elviro. Estaba claro que era bruja, ya que tenía poderes. Hacía aparecer cosas. Él podía haber buscado dentro del armario cien veces su camiseta favorita sin verla, y cuando miraba ella estaba nada más abrir la puerta. Controlaba el clima. Si salía de casa sin chaqueta, ella le decía que se abrigase que iba a hacer frío. Aunque el sol brillase en lo alto, acababa por nublarse y hacer frío. Y Elviro sin chaqueta. Y por supuesto es adivina. Elviro llegaba a casa con los ojos rojos y ella adivinaba que había fumado porros. Sólo quedaba ver si era bruja de las buenas o de las malas. 

Era buena, porque siempre traía alguna sorpresa cuando iba a la compra, preparaba las mejores croquetas del mundo y sacrificaba sus necesidades por los caprichos de Elviro. Pero a la vez le imponía castigos si llegaba tarde a casa, le obligaba a tomar pociones a base de hígado y acelgas, o le tiraba esos vaqueros rotos que tanto le gustaban. 

Elviro consultó al famoso psicólogo de brujas, el Doctor Javi Cantero, y llegaron a la conclusión de que su madre podría padecer el síndrome de la bruja bipolar. Unas veces dulce y amable, otras veces furiosa y dramática. Pero siempre poderosa.

Ciudad Santa de Escribujo


Supongo que, desde un punto de vista actual, se podría pensar que la vida en FreakDown City era dura. Pero para sus habitantes aquello era el paríso. ¿Por qué? Para contestar a esa pregunta hemos de retroceder unos diez años en el tiempo. 

Nos encontramos en Cañete de Pajaroncillo. Capital del pequeño pero orgulloso Reino de La Serranía de Cuenca. El Rey Pero Boroque III tenía un gran problema entre las manos. Sus subditos, al vivir en pueblos aislados, se emparejaban con parientes más que cercanos. Esto estaba provocando que los niños que nacían fuesen mentalmente inestables. Más bien imbéciles. Para la supervivencia del reino era importante solucionar este asunto lo antes posible. Se estableció un plan de acción. Lo primero de todo era traer sangre nueva a La Serranía. Una compañía de los mejores guerreros del rey hizo una incursión en tierras de La Mancha para secuestrar a sus gentes, que se había demostrado que eran unos seres realmente inteligentes, para traerlos a vivir a La Sierra. Por otro lado, se habían comprado unas tierras en La Región de Almería, donde se había construido una ciudad para exiliar a aquellos ciudadanos que más taras físicas y mentales presentaban. A esta ciudad se le dio el  nombre de FreakDown City.

Después de años de mezcla de ADN defectuoso, todos los freakdowneses eran mentalmente inestables y físicamente deformes. De hecho, se sentían orgullosos de sus defectos. Cada año se hacía una votación, y el que más deficiencias presentaba era nombrado gobernador. Pero como el gobernador era imbécil, reinaba el caos. No había ley. No había prohibiciones... Bueno, sólo había una cosa que no estaba permitida. Ser normal. Si un forastero entraba en la ciudad y no tenía defectos serios, estaba obligado a batirse en duelo al amanecer con el más tonto del pueblo. Si ganaba, cosa que ocurría bastante a menudo, ya que los habitantes de FreakDown City no son muy hábiles, debía batirse con otro. Si volvía a ganar, se se volvía a batir con el siguiente, etc. Al final los listos acababan perdiendo y muriendo, aunque se llevasen a siete tontos por delante.

A pesar de la ausencia de ley, sanidad, higiene o sentido común, FreakDown City era una Ciudad Santa para aquellos que sufrían mofas y persecución en sus lugares de origen. Un oasis de estupidez y fealdaz, donde encontraban refugio todos los que no cumplían los estándares de belleza e inteligencia socialmente establecidos.

¿Has visto mi Escribujo? Está en el cajón.



Tumbado sobre la cama pienso en lo que queda por delante. Mi mente empieza a jugar conmigo. Como una ruleta descontrolada, empiezan a surgir grandes ideas de mi interior. Son rápidas y se transforman en otras a gran velocidad. Se disparan como flashes y cuesta retenerlas, e incluso comprenderlas. Cada diez o quince de ellas, una resulta ser brillante. Me niego a perderla. Hago un esfuerzo sobrehumano para atesorarla. Casi la abrazo con mi determinación. Pero la propia obsesión anti-olvido es como si la embadurnara de aceite. Se resbala. Por más que intento aferrarme a ella, veo que la pierdo. Se aleja. Soy consciente de estar olvidando algo que he pensado hace 10 segundos, pero soy incapaz de evitar que se disipe. Desaparece por completo, y mi reacción es reírme de mi propia estupidez. Cada una perdida me deja desnudo y ansioso. Se convierten en misterios que nunca podré resolver.

Frustrado por mi incapacidad de revivir las ideas milagrosamente imposibles que han paseado por mi cabeza, decido ponerme un poco de música. Llamadme loco (¡HE DICHO QUE ME LLAMÉIS LOCO!), pero ciertas canciones provocan en mí sensaciones tan fuertes que duelen. Alegrías y penas. En esta ocasión dábamos un paso más. El tema lo conozco de sobra. Tarareo al principio, para terminar sumergiéndome en su melodía. Éste siempre me ha levantado el ánimo, aunque esta vez la efecto es muy diferente. Tengo la impresión de llevar escuchando la misma canción varias horas. Y no se repite. Simplemente está dilatando cada segundo, cada instante, hasta el infinito. Llega a pararlo, y hasta a retroceder. Las notas se suceden en una combinación que pone en duda la linealidad del tiempo. Es una emoción difícil de explicar. Aparentemente todo es igual, pero notas en las pulsaciones del corazón algo singular, insólito. Te lo dice cada palpitar. 

Podrían haber pasado 3 días como 5 minutos cuando, bastante desconcertado, me arranco los auriculares de los oídos. Necesito descansar de mi viaje. El silencio en la oscuridad ayuda a limitar mis percepciones y sus interpretaciones. Los pies en la almohada. La mirada fija en un punto situado a medio camino entre mi cara y el techo. Sin previo aviso una luz empieza a crecer justo donde estoy mirando. Parece el nacimiento de una estrella. Una nube brillante del tamaño de un balón de rugby se sitúa a escasos centímetros de mis ojos. De ella salen caminos, montañas, niños en bicicleta, arcoíris, seres unicelulares de colores fosforitos y sonrisas enormes... Todos giran y se mueven si tener en cuenta normas físicas ni dimensiones conocidas. Un zumbido agudo es el acompañamiento perfecto a esta tranquilidad. Todo es extraño pero nada me extraña. Siento haber estado antes aquí. 

Pero llega un momento en que la nube se apaga y cae sobre mi pecho como un cubo de agua fría. Vuelve la oscuridad y con ella una sensación helada. Los parpados se cierran con fuerza protegiéndose del exterior. Siento que algo se acerca. Lo tengo frente a mí. Respirando profundamente. Su aliento es pesado y pestilente. Cuando abro los ojos su rostro es claro una décima de segundo. Es pálido y el semblante está gobernado por dos cuencas negras donde debería haber globos oculares. Y como si mi mirada lo acobardase huye lejos de mí. Saltando fotograma a fotograma. Una huida en Stop-Motion. Creo que me he librado, pero cada vez que cierro de nuevo los ojos se repite la situación. Y al abrirlos vuelve a huir. Estoy aterrado. Lucho contra el sueño y el cansancio. He de estar vigilante. Pero llega un momento en el que, sin darme cuenta, caigo rendido. Todo termina. Mañana seguro que lo que me ha pasado tendrá más sentido pero sin duda será menos interesante.

Soy de oro. Estoy solo. Y a mi lado una estrella de mar.

El Escribujo de un Viejo Verde

Estoy triste y enfadado con el mundo, y con mi aspecto. Al principio sólo me transformaba cuando algo o alguien me tocaba las pelotas. Algo dentro de mi empezaba a encenderse. Un calor abrasador se iniciaba en el pecho y, poco a poco, se extendía por todo el cuerpo. Y de un pobre chico enclenque me convertía en un bigardo de dos metros y medio. En cuanto me calmaba volvía a ser el de antes. 

Aunque tenía ciertas ventajas (nadie se atrevía a meterse conmigo, y era bastante respetado en el patio) eran muchos más los inconvenientes. Para empezar, digamos que no era el más popular entre las chicas. A pesar de que siempre he valorado la soledad como un regalo, me hubiese gustado poder participar en el juego del tonteo entre chicos y chicas que se da en la adolescencia. Pero mi aspecto, o mi potencial aspecto en este caso, unido a que mi madre, harta de estar arreglando la ropa que destrozaba, me vestía completamente de Lycra super elástica, no me hacían ser el centro de las atenciones de las féminas. 

Como mi soledad me entristecía y me enfurecía a la vez, mis metamorfosis en el monstruo verde cada vez eran más asiduas y más duraderas. Como la pescadilla que se muerde la cola, esto me hacía estar más triste y más enfurecido, lo que hacía que me transformara más veces y más tiempo, etc... A día de hoy llevo siete años y cuatro meses de transformación. Después de tanto tiempo me cuesta imaginar como será mi cara en estado normal. ¿Cómo serán mis ojos? ¿Me habrán salido arrugas? ¿Cómo me quedará la barba? ¿Habré echado barriga? Parecen cosas triviales, pero muy importantes para mí. 

Ahora me levanto un día más. Me toca ir al trabajo. Ese trabajo en el que estoy solo y a oscuras, levantando paquetes muy pesados de un lado a otro. El único que he podido conseguir por culpa de mi maldición. Esto me entristece y me enfurece. Creo que nunca me libraré de lo que soy.