Lo que siempre me asombró de Fermín era su capacidad para disolverse en
cualquier ambiente. Era un maestro del dicho "donde fueres, haz lo que
vieres". Lo llevaba al límite.
Una vez, nos sorprendió una tormenta de
verano paseando por las calles de Munich, y fuimos a resguardarnos en el
primer portal que vimos abierto. Resultó ser la entrada a una sauna de
ambiente gay. Después de media hora de espera comprendimos que no
dejaría de llover en un buen rato. Me miró, y propuso que ya que
estábamos allí, podríamos darnos un relajado baño turco.
Pueden llamarme
retrógrado, pero mi educación había sido muy conservadora. Aunque
cuando abandoné mi pequeño pueblo de La Mancha, y fui a vivir a Madrid,
mi cerrada moral cristiana, católica y romana se abrió a nuevas formas
de vida poco ortodoxas, el pasarme la tarde semidesnudo, sudando y
rodeado de Alemanes homosexuales, superaba los límites de mi apertura de
miras. Aún no sé como me convenció, siempre lo hacía. Acabamos rodeados
de teutones musculosos cubiertos con pequeñas toallas, los que llevaban
algo.
Mi actitud reservada y miedosa chocaba de frente con el
desparpajo de Fermín. Se movía por la sauna como si fuese el dueño. Al
cabo de veinte minutos llamaba a todos por su nombre. Reía, bromeaba,
discutía con unos y otros. Y todo esto sin hablar ni una palabra de
alemán. Yo intentaba pasar inadvertido y casi me da una lipotimia, ya
que cubría todo mi cuerpo con todas las toallas con las que me pude
hacer. Mientras, mi despreocupado compañero paseaba de un lado a otro
completamente desnudo. Repartía comentarios y palmadas en la espada a
unos y a otros. Soltaba carcajadas e incluso llegó a bailar lo que
parecía una jota aragonesa.
Cuando salimos de allí el cielo estaba
despejado, mis nervios vencidos y Fermín sonreía mientras miraba a un
lado y otro en busca de algo nuevo que hacer. Siempre le echaré de menos
y le admiraré por haber podido mirar más allá. Por haber sabido
disfrutar de cada pequeño momento de felicidad que su corta vida le
regaló.