Escribujo Contra el mal.


¿Cómo una discusión sobre los pendientes de la Duquesa de Alba puede hacer que unos amigos lleguen a las manos? Aún me lo pregunto a día de hoy. No sé en que momento todo se torció. 

Estaba siendo una tarde increible. Celebrábamos que Diego había sido contratado en un supermercado, para descargar en el almacén. Si, él es ingeniero y tiene dos Masters. Pero como está la cosa, este trabajo es como si le hubiese tocado la lotería. De un par de años para acá, todos hemos ido perdiendo nuestros empleos. Sete, uno de los mejores diseñadores gráficos del país, está haciendo caricaturas en la Plaza Mayor. Sergi fue uno de los primeros de su promoción de derecho, y después de unas prácticas salvajes en uno de los mejores bufetes de Madrid, se quedo de patitas en la calle. El último trabajo del que fue despedido era de Comercial a puerta fría de una Editorial. Y luego estaba yo. Tres carreras, cuatro idiomas y experiencia laboral con la que podría llenar dos curriculums. Y me dedicaba a comprobar los cajetines de todas las cabinas telefónicas, por si alguien había olvidad una moneda que me permitiese comprar otro cartón de vino peleón. En fin, que no estábamos en nuestro mejor momento.

 El caso es que Sergi le dijo a Diego que ahora que cobraba un sueldo debería invitarse a unas rondas. Diego puso cara triste y dijo no poder hacerlo. Tenía muchas deudas que pagar. Sergi comenzo a gritar que para los amigos no podía gastar, pero que a su mujer si le podía comprar los pendientes de los que se encaprichó cuando se los vió a la duquesa de alba en una revista. 

A partir de este momento fuimos subiendo el tono. No recuerdo quién dio el primer empujón, ni quién dio el primer golpe. Pero si recuerdo que cada puñetazo propinado o recibido nos liberaba un poco. Cada gota de sangre que resbalaba por la cara se llevaba momentaneamente nuestros problemas. Desde fuera se podría pensar que nos pegábamos entre amigos. Pero en realidad cada puñetazo lanzado se dirigía a cada una de nuestras frustraciones. Los gritos que soltábamos cuando recibiamos un golpe no eran de dolor, sino de desesperación e impotencia. 

Cuando ya no teníamos fuerzas para seguir la batalla nos abrazamos sudorosos, jadeantes y muy magullados. Desahogados. Pase lo que pase seguiremos a flote.

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